Domingo de Pascua en cuarentena
Entro por la puerta de atrás de los relatos históricos. Soy ahora como un plomo, mirando un telón que se abre para mostrarme el pasado desde un lugar que no es el del paciente espectador, sino el de un participante anónimo de una obra que está a punto de mostrarse.
Estoy allí, soy protagonista de una fiesta popular, en medio de escenas de calles y casas abiertas a la celebración y el exceso. Los sobrevivientes de las pestes, los regresados de las guerras, celebran. Han tenido por mucho tiempo la sensación cotidiana de no saber si habría mañana. Allí están brindando por la fortuna de poder estar brindando una vez más. Guerras, pestes, hambrunas, fundaron la doble marca de la vulnerabilidad y la perplejidad ante el milagro de existir. Las grandes celebraciones populares deben a estos eventos, su origen. Los carnavales, las fiestas paganas, han sido y son esos momentos de triunfo de la vida. Y este presente extraordinario se parece bastante a su antesala. En mí ahora, una especie de sentimiento reflejo de algo ancestral compartido.
Desde este sitio de polizonte del tiempo, puedo también compartir, reeditar, comprender el por qué de las ciudades. Ellas son la respuesta a la necesidad de que algo más que uno mismo, pudiera responder por la próxima calamidad, fuera natural o de hechura humana. Una sensación espontánea de estar cerca y de ser muchos, para hacer frente a lo que pudiera venir, incluso asumiendo los costos de agregarse en espacios que por mucho tiempo fueron lugares casi más peligrosos que cualquier sitio aislado. Congregarse para saber las novedades, para poder comerciar, para encontrar lo necesario y no producido, para asegurar descendencia y manos para trabajar. Incluso el agricultor o pastor desde su aislamiento, habrá sido alguien dialogando con ese impulso gregario, que se beneficiaba de la complejidad creciente de ese organismo en crecimiento. Saber que allí estaba el pueblo, tal vez a más de un día de camino de distancia. Pero allí estaba.
Este tiempo, esta época que no esperábamos vivir hace tan solo 30 días (una eternidad), puede parecernos extraordinaria pero es propia de la memoria de nuestro rastro en el mundo. Es una extraña familiaridad que me pone de nuevo frente al asombro de lo que nos vertebra como sociedad, la capacidad de navegar por lo incierto, la necesidad de hacerlo con otros y luego, la celebración cuando todo salga bien. Es también, el descubrimiento de un estado de abundancia que confieso con cierto pudor: tener para comer, tener salud, tener ganas de levantarme, poder tomar este sol de otoño, tener tiempo para reunir estos pensamientos. El final de la epidemia nos encontrará fundando una nueva fecha de celebración en nuestro calendario, callejera y trasnochada, con o sin decreto de feriado nacional.
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