Le escribo a mis finales

 Le escribo a mis finales.

A la casa, a esa casa donde nací.

Al laurel que me vio crecer.

A ese jardín que se ve desde el alero, donde me senté a escuchar la lluvia miles de veces.

A la ventana que pedí, de las pocas cosas que pedí, cuando empezaron las reformas y ya había dejado de esperar un cuarto propio.

A esa ventana enorme que instalaron a mi pedido y que fue mi afianzamiento, mis primeras declaraciones de soberanía.

A esa ventana para mirar el jardín. Para escribir. Para pensar. Conectar. Y escribir.

Y salvarme en la contemplación. Y dejar registro de ello.

Epifanía en la escritura. Salvarme. Auto salvarme.

Mi cuarto propio, refugio de belleza y de luz. Donde empecé a delinerar cómo quería que fueran las cosas a partir de ese momento.

Con la prepotencia que da creer 

que se puede dejar la muerte atrás.

Permiso para pensar que es posible hacer, fabricar, amasar, esculpir, una vida.

Vida como territorio vivo. Vida como plasticidad. Vida.

Le escribo al vecindario: A la izquierda, la casa de Coca, la mujer buena de un policía muy malo que nos pinchaba todas las pelotas que caían en su jardín. Y que mataba las palomas de mi hermano si se posaban en su antena de televisión. Siguiendo, más allá, la casa de Luchetti. Del otro lado, hacia la derecha, el Señor Villa, sin palabras, sin gesto, nunca supimos nada de él. Al lado, la familia Lofeudo y al lado, ya más cerca de la calle 15, los Cortizo.

Los Cortizo, de casa con banquito de cemento en la vereda, para esperar a Bianchi, mi transporte escolar que me llevara al Eucarístico todos los años de mi escuela primaria. Bianchi esperaba por mí desde esa esquina, la única asfaltada en muchas cuadras. Yo corría los 20 metros que separaban de la esquina, apenas veía asomar la trompa del viejo Mercedes Benz 1114 por la esquina de 15 y 76. Bianchi nunca entraba a mi calle de tierra, en días soleados, porque la tierra que levantaba le hubiese dejado todo gris su micro. Mucho menos en días de lluvia, con el barrial que se hacía.

Le escribo a Guille, el dueño del almacén, a su estar amoroso con toda la familia. Al volver al barrio cuando ya vivía lejos, hacer los mandados era ir especialmente para saludarlo con un beso y un abrazo.

Le escribo a mi casa.

A las imágenes que se quedan grabadas.

A las que pueden irse con el tiempo

y se irán.

Por eso escribo. Escribo, grabo, registro. Escribo memoria.

Por la puerta de la casa entra el sol en la tarde. En los últimos tiempos de visitar a mamá, las tardes de otoño y de invierno las pasábamos juntas, aprovechando ese sol. Ella sentada en el sillón. Yo, en el umbral, para darme visibilidad a toda la cuadra desde una esquina hasta la otra, no fuera cosa que tuviéramos que cerrar de repente para evitar algún intruso. Nunca sucedió.

Escribo el día de preparar el velorio y el entierro de mi hermano Sergio. El largo día absurdo, de acompañar a su esposa y su pequeña hija a la cochería, después volver a la casa, de encontrarla abierta con todos los parientes y los vecinos haciendo una ronda oscura y silenciosa contra la pared, desde la cocina hasta el living. Tengo esa visión frente a mí. Todas esas miradas sobre mí, al entrar. Me acuerdo del rechazo interior, de las ganas de huir, de echarme a correr de esa realidad que me volvía a colgar el pesado cartel que llevan los deudos sobre el cuello. Me acuerdo del abrazo de mi prima Silvana en la puerta.

Me acuerdo de la mesa de jardín y de las sillas blancas. Me acuerdo que ya de grande, cuando llegábamos con mi compañero y nuestra hija de visita, llegar a casa a ver a mami era poner dos sillas enfrentadas, para empezar la charla de las novedades y las cosas por hacer en ese rato de fin de semana que compartiríamos con ella.

Por el medio de las dos sillas pasaba una lengua de cemento que hacía de camino entre el alero de la casa y el quincho.

Hablábamos. Pasábamos tiempo. 

A nuestro alrededor, a veces, mi pequeña familia revoloteaba inquieta ante la perspectiva del aburrimiento. Yo sólo quería ese tiempo de conversación con mamá. O mejor dicho, yo quería regalarle a ella estar juntas conversando, aunque a veces también para mi pudiera resultarme aburrido. Y si eso pasaba, no era por mucho tiempo. Porque a mi madre yo nunca le regalé mis despojos, nunca mi aburrimiento, nunca mi desatención. Nunca el residuo. Más bien el centro, aunque fuera poco por el cansancio y la hiperactividad, siempre el regalo para ella fue el centro, el centro de mi ser.

Me llevo la casa adentro.

Tengo la casa adentro.

Su laurel, la luz de la cocina a la mañana. El gallo que siempre cantaba a destiempo. El portón que cierra y abre mal. Las tortugas en el camino de entrar los autos, las que había que encontrar y mover si entrábamos el coche.

Me llevo el rosal creciendo por la columna del alero y que sigue creciendo entre las vértebras del tiempo. Me llevo la flor de pájaro, la inmensa flor de pájaro sobre la medianera con los Novillo. Y del otro lado el jacarandá, plantado por mi padre despreocupado por lo que pudiera ocasionar sus raíces a los vecinos una vez que se convirtiera en árbol. Total, cuando creciera y molestara él ya no estaría. Decía eso y se reía de saberse en algún momento, tiempo pasado. Puedo entender ese alivio porque es el mío también.

Me llevo los farolitos chinos y el jazmín florecido para fin de año.

La pared de la cocina sembrada de platitos traídos de nuestros viajes y que buscábamos en los mercados del mundo. Seleccionábamos con mi compañero, teniendo en mente los modelos que ya tenía y no debíamos repetir, buscando entre las opciones la más colorida, la más vistosa, la más artesanal. Para ella. Era un modo de llevarla con nosotros a pasear, luego le contaríamos la odisea de conseguirle el platillo-souvenir más bonito para su colección.

Manifestación concreta del amor, eso de volver de viaje con un objeto a medida del gusto de quien será el destinatario. La celebración propia, ya desde antes, cuando lo hemos conseguido e imaginamos la entrega. No poder esperar para ver ese rostro alegrado en el momento de ponerlo entre sus manos, al regreso.

Me llevo la mesa larga del quincho, llena de gente para los cumpleaños, especialmente el de mamá.

Me llevo el pasto, las lavandas, los helechos. La corona de novia florecida y la planta de flor de nácar, también al reparo como mi flor en los inviernos del tiempo, debajo del alero.

Me llevo.

Mi piel tiene la memoria de esa casa, de esa calle. La calle 76.

No son malos ni buenos los recuerdos. Son. Y hay que cuidarlos para no perder raíces en el trasplante.

518B, las dos cuadras desde calle 13 caminadas tantas veces desde que me bajaba del colectivo. Siempre se me hicieron largas. Una ansiedad por llegar, aunque llegar no tuviera más alegría detrás, sólo volver a casa.

Y acerca de los regresos, aquel en que fui feliz después del pool, cuando tenía nada más que 12 años y salir con mi hermano a pasear al centro había sido un gran acontecimiento. El regreso de esa experiencia increíble, truncada por la mirada torva de mamá desde la puerta, que vislumbré desde lejos. La mirada de enojo, su ira porque se había hecho tarde y no volvíamos. Tantas veces le di vuelta a esa imagen. Hoy veo a una madre que espera por sus dos hijos que no vuelven. Una madre que ha tenido un hijo que nunca volvió. Una pietá suburbana, con el desgarro entre las manos. Hoy abrazo esa madre que en vez de ira tenía el miedo de que se repitiera la historia, el pavor mordiéndole por dentro.

Abrazo otra vez esa llegada. Abrazo la interrupción abrupta de la vida, de la calma. La muerte interrumpe, irrumpe en lo cotidiano. Abrazo ese entendimiento. Abrazo mi memoria en mí. Me abrazo.

(17/7/2025)




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